HABLANDO A LOS JOVENES: " JOVENES SED SANTOS DEL SIGLO XXI, Londres 17 sep 2010
LA RELIGIÓN ES INDISPENSABLE PARA LA VIDA, Discurso a los líderes de otras religiones, 17 sep 2010
LOS ANCIANOS, UNA BENDICIÓN PARA LA SOCIEDAD; Discurso en el asilo de ancianos St. Peter de Lambeth
VIGILIA EN EL HYDE PARK DE LONDRES; Vigilia de oración para la beatificación del cardenal Newman
HOMILÍA EN LA BEATIFICACIÓN DE J. H. NEWMAN, "El corazón habla al corazón"
HABLANDO SOBRE LA EDUCACIÓN
Como sabéis, la tarea de un maestro no es sencillamente comunicar información o proporcionar capacitación en unas habilidades orientadas al beneficio económico de la sociedad; la educación no es y nunca debe considerarse como algo meramente utilitario. Se trata de la formación de la persona humana, preparándola para vivir en plenitud. En una palabra, se trata de impartir sabiduría. Y la verdadera sabiduría es inseparable del conocimiento del Creador, porque «en sus manos estamos nosotros y nuestras palabras y toda la prudencia y destreza de nuestras obras» (Sab 7,16).
HABLANDO A LOS JOVENES: " JOVENES SED SANTOS DEL SIGLO XXI, Londres 17 sep 2010
Lo que Dios desea más de cada uno de vosotros, jóvenes, es que seáis santos. Él os ama mucho más de lo jamás podríais imaginar y quiere lo mejor para vosotros. Y, sin duda, lo mejor para vosotros es que crezcáis en santidad.
Quizás alguno de vosotros nunca antes pensó esto. Quizás, alguno opina que la santidad no es para él. Dejad que me explique. Cuando somos jóvenes, solemos pensar en personas a las que respetamos, admiramos y como las que nos gustaría ser. Puede que sea alguien que encontramos en nuestra vida diaria y a quien tenemos una gran estima. O puede que sea alguien famoso. Vivimos en una cultura de la fama, y a menudo se alienta a los jóvenes a modelarse según las figuras del mundo del deporte o del entretenimiento. Os pregunto: ¿Cuáles son las cualidades que veis en otros y que más os gustarían para vosotros? ¿Qué tipo de persona os gustaría ser de verdad?
Cuando os invito a ser santos, os pido que no os conforméis con ser de segunda fila. Os pido que no persigáis una meta limitada y que ignoréis las demás. Tener dinero posibilita ser generoso y hacer el bien en el mundo, pero, por sí mismo, no es suficiente para haceros felices. Estar altamente cualificado en determinada actividad o profesión es bueno, pero esto no os llenará de satisfacción a menos que aspiremos a algo más grande aún. Llegar a la fama, no nos hace felices. La felicidad es algo que todos quieren, pero una de las mayores tragedias de este mundo es que muchísima gente jamás la encuentra, porque la busca en los lugares equivocados. La clave para esto es muy sencilla: la verdadera felicidad se encuentra en Dios. Necesitamos tener el valor de poner nuestras esperanzas más profundas solamente en Dios, no en el dinero, la carrera, el éxito mundano o en nuestras relaciones personales, sino en Dios. Sólo él puede satisfacer las necesidades más profundas de nuestro corazón.
Dios no solamente nos ama con una profundidad e intensidad que difícilmente podremos llegar a comprender, sino que, además, nos invita a responder a su amor. Todos sabéis lo que sucede cuando encontráis a alguien interesante y atractivo, y queréis ser amigo suyo. Siempre esperáis resultar interesantes y atractivos, y que deseen ser vuestros amigos. Dios quiere vuestra amistad. Y cuando comenzáis a ser amigos de Dios, todo en la vida empieza a cambiar. A medida que lo vais conociendo mejor, percibís el deseo de reflejar algo de su infinita bondad en vuestra propia vida. Os atrae la práctica de las virtudes. Comenzáis a ver la avaricia y el egoísmo y tantos otros pecados como lo que realmente son, tendencias destructivas y peligrosas que causan profundo sufrimiento y un gran daño, y deseáis evitar caer en esas trampas. Empezáis a sentir compasión por la gente con dificultades y ansiáis hacer algo por ayudarles. Queréis prestar ayuda a los pobres y hambrientos, consolar a los tristes, deseáis ser amables y generosos. Cuando todo esto comience a sucederos, estáis en camino hacia la santidad.
En vuestras escuelas católicas, hay cada vez más iniciativas, además de las materias concretas que estudiáis y de las diferentes habilidades que aprendéis. Todo el trabajo que realizáis se sitúa en un contexto de crecimiento en la amistad con Dios y todo ello debe surgir de esta amistad. Aprendéis a ser no sólo buenos estudiantes, sino buenos ciudadanos, buenas personas. A medida que avanzáis en los diferentes cursos escolares, debéis ir tomando decisiones sobre las materias que vais a estudiar, comenzando a especializaros de cara a lo que más tarde vais a hacer en la vida. Esto es justo y conveniente. Pero recordad siempre que cuando estudiáis una materia, es parte de un horizonte mayor. No os contentéis con ser mediocres. El mundo necesita buenos científicos, pero una perspectiva científica se vuelve peligrosa si ignora la dimensión religiosa y ética de la vida, de la misma manera que la religión se convierte en limitada si rechaza la legítima contribución de la ciencia en nuestra comprensión del mundo. Necesitamos buenos historiadores, filósofos y economistas, pero si su aportación a la vida humana, dentro de su ámbito particular, se enfoca de manera demasiado reducida, pueden llevarnos por mal camino.
Una buena escuela educa integralmente a la persona en su totalidad. Y una buena escuela católica, además de este aspecto, debería ayudar a todos sus alumnos a ser santos. Sé que hay muchos no-católicos estudiando en las escuelas católicas de Gran Bretaña, y deseo incluiros a todos vosotros en mi mensaje de hoy. Rezo para que también vosotros os sintáis movidos a la práctica de la virtud y crezcáis en el conocimiento y en la amistad con Dios junto a vuestros compañeros católicos. Sois para ellos un signo que les recuerda ese horizonte mayor, que está fuera de la escuela, y de hecho, es bueno que el respeto y la amistad entre miembros de diversas tradiciones religiosas forme parte de las virtudes que se aprenden en una escuela católica. Igualmente, confío en que queráis compartir con otros los valores e ideas aprendidos gracias a la educación cristiana que habéis recibido.
LA RELIGIÓN ES INDISPENSABLE PARA LA VIDA, Discurso a los líderes de otras religiones, 17 sep 2010
La presencia de creyentes comprometidos en diversos ámbitos de la vida social y económica habla por sí misma de que la dimensión espiritual de nuestras vidas es fundamental en nuestra identidad como seres humanos o, en otras palabras, que el hombre no sólo vive de pan (cf. Dt 8, 3). Como seguidores de tradiciones religiosas diferentes que trabajamos juntos por el bien de toda la comunidad, ponemos de relieve la gran importancia de nuestra cooperación en común, que complementa el aspecto personal de nuestro continuo diálogo.
En el plano espiritual, todos nosotros, por caminos diferentes, estamos personalmente comprometidos en un recorrido que da una respuesta al interrogante más importante: el relativo al sentido último de nuestra existencia humana. El anhelo por lo sagrado es la búsqueda de la cosa necesaria y la única que puede satisfacer las aspiraciones del corazón humano. En el siglo quinto, San Agustín describió esta búsqueda con las siguientes palabras: "Nos hiciste Señor para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti" (Confesiones, libro I, 1). Cuando nos embarcamos en esta aventura, nos damos cuenta cada vez más de que la iniciativa no depende de nosotros, sino del Señor: no se trata tanto de que le buscamos a Él, sino que es Él quien nos busca a nosotros; más aún es quien ha puesto en nuestros corazones ese anhelo de Él.
Vuestra presencia y testimonio en el mundo recuerdan la importancia fundamental que tiene para la vida de cada hombre esta búsqueda espiritual en la que estamos comprometidos. Desde su propio ámbito, las ciencias humanas y naturales nos proporcionan unos conocimientos asombrosos sobre algunos aspectos de nuestra existencia y enriquecen nuestra comprensión sobre el funcionamiento del universo físico, y de esta manera se pueden aprovechar para el mayor beneficio de la familia humana. Aun así, estas disciplinas no dan, ni pueden, una respuesta a la pregunta fundamental, porque su campo de acción es otro. No pueden satisfacer los deseos más profundos del corazón del hombre; no pueden explicar plenamente nuestro origen y nuestro destino, por qué y para qué existimos; ni siquiera pueden darnos una respuesta exhaustiva a la pregunta: "¿Por qué existe algo en vez de nada?".
La búsqueda de lo sagrado no devalúa otros campos de investigación humana. Al contrario, los sitúa en un contexto que acrecienta su importancia como medios del ejercicio responsable de nuestro dominio sobre la creación. En la Biblia, leemos que, concluido el trabajo de la creación, Dios bendijo a nuestros primeros padres y les dijo: "Creced, multiplicaos, llenad la tierra y sometedla" (Gn 1, 28). Nos confió la tarea de explorar y aprovechar los misterios de la naturaleza al servicio de un bien superior. ¿Cuál es este bien superior? En la fe cristiana se expresa como amor a Dios y amor al prójimo. De este modo, nos comprometemos con el mundo con entusiasmo y de corazón, pero siempre con la vista puesta en servir a ese bien superior, a fin de no desdibujar la belleza de la creación explotándola por motivos egoístas.
DISCURSO EN LA WESTMINSTER HALL, “La religión no es un problema, sino una contribución vital al debate nacional”
Así que, el punto central de esta cuestión es el siguiente: ¿Dónde se encuentra la fundamentación ética de las deliberaciones políticas? La tradición católica mantiene que las normas objetivas para una acción justa de gobierno son accesibles a la razón, prescindiendo del contenido de la revelación. En este sentido, el papel de la religión en el debate político no es tanto proporcionar dichas normas, como si no pudieran conocerlas los no creyentes. Menos aún proponer soluciones políticas concretas, algo que está totalmente fuera de la competencia de la religión. Su papel consiste más bien en ayudar a purificar e iluminar la aplicación de la razón al descubrimiento de principios morales objetivos. Este papel "corrector" de la religión respecto a la razón no siempre ha sido bienvenido, en parte debido a expresiones deformadas de la religión, tales como el sectarismo y el fundamentalismo, que pueden ser percibidas como generadoras de serios problemas sociales. Y a su vez, dichas distorsiones de la religión surgen cuando se presta una atención insuficiente al papel purificador y vertebrador de la razón respecto a la religión. Se trata de un proceso en doble sentido. Sin la ayuda correctora de la religión, la razón puede ser también presa de distorsiones, como cuando es manipulada por las ideologías o se aplica de forma parcial en detrimento de la consideración plena de la dignidad de la persona humana. Después de todo, dicho abuso de la razón fue lo que provocó la trata de esclavos en primer lugar y otros muchos males sociales, en particular la difusión de las ideologías totalitarias del siglo XX. Por eso deseo indicar que el mundo de la razón y el mundo de la fe -el mundo de la racionalidad secular y el mundo de las creencias religiosas- necesitan uno de otro y no deberían tener miedo de entablar un diálogo profundo y continuo, por el bien de nuestra civilización.
En otras palabras, la religión no es un problema que los legisladores deban solucionar, sino una contribución vital al debate nacional. Desde este punto de vista, no puedo menos que manifestar mi preocupación por la creciente marginación de la religión, especialmente del cristianismo, en algunas partes, incluso en naciones que otorgan un gran énfasis a la tolerancia. Hay algunos que desean que la voz de la religión se silencie, o al menos que se relegue a la esfera meramente privada. Hay quienes esgrimen que la celebración pública de fiestas como la Navidad deberían suprimirse según la discutible convicción de que ésta ofende a los miembros de otras religiones o de ninguna. Y hay otros que sostienen -paradójicamente con la intención de suprimir la discriminación- que a los cristianos que desempeñan un papel público se les debería pedir a veces que actuaran contra su conciencia. Éstos son signos preocupantes de un fracaso en el aprecio no sólo de los derechos de los creyentes a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, sino también del legítimo papel de la religión en la vida pública. Quisiera invitar a todos ustedes, por tanto, en sus respectivos campos de influencia, a buscar medios de promoción y fomento del diálogo entre fe y razón en todos los ámbitos de la vida nacional.
Quien visita esta Catedral no puede dejar de sorprenderse por el gran crucifijo que domina la nave, que reproduce el cuerpo de Cristo, triturado por el sufrimiento, abrumado por la tristeza, víctima inocente cuya muerte nos ha reconciliado con el Padre y nos ha hecho partícipes en la vida misma de Dios. Los brazos extendidos del Señor parecen abrazar toda esta iglesia, elevando al Padre a todos los fieles que se reúnen en torno al altar del sacrificio eucarístico y que participan de sus frutos. El Señor crucificado está por encima y delante de nosotros como la fuente de nuestra vida y salvación, "sumo sacerdote de los bienes definitivos", como lo designa el autor de la Carta a los Hebreos en la primera lectura de hoy (Hb 9,11).
A la sombra, por decirlo así, de esta impactante imagen, deseo reflexionar sobre la palabra de Dios que se acaba de proclamar y profundizar en el misterio de la Preciosa Sangre. Porque ese misterio nos lleva a ver la unidad entre el sacrificio de Cristo en la cruz, el sacrificio eucarístico que ha entregado a su Iglesia y su sacerdocio eterno. Él, sentado a la derecha del Padre, intercede incesantemente por nosotros, los miembros de su cuerpo místico.
Comencemos con el sacrificio de la Cruz. La efusión de la sangre de Cristo es la fuente de la vida de la Iglesia. San Juan, como sabemos, ve en el agua y la sangre que manaba del cuerpo de nuestro Señor la fuente de esa vida divina, que otorga el Espíritu Santo y se nos comunica en los sacramentos (Jn 19,34; cf. 1 Jn 1,7; 5,6-7). La Carta a los Hebreos extrae, podríamos decir, las implicaciones litúrgicas de este misterio. Jesús, por su sufrimiento y muerte, con su entrega en virtud del Espíritu eterno, se ha convertido en nuestro sumo sacerdote y "mediador de una alianza nueva" (Hb 9,15). Estas palabras evocan las palabras de nuestro Señor en la Última Cena, cuando instituyó la Eucaristía como el sacramento de su cuerpo, entregado por nosotros, y su sangre, la sangre de la alianza nueva y eterna, derramada para el perdón de los pecados (cf. Mc 14,24; Mt 26,28; Lc 22,20).
Fiel al mandato de Cristo de "hacer esto en memoria mía" (Lc 22,19), la Iglesia en todo tiempo y lugar celebra la Eucaristía hasta que el Señor vuelva en la gloria, alegrándose de su presencia sacramental y aprovechando el poder de su sacrificio salvador para la redención del mundo. La realidad del sacrificio eucarístico ha estado siempre en el corazón de la fe católica; cuestionada en el siglo XVI, fue solemnemente reafirmada en el Concilio de Trento en el contexto de nuestra justificación en Cristo. Aquí en Inglaterra, como sabemos, hubo muchos que defendieron incondicionalmente la Misa, a menudo a un precio costoso, incrementando la devoción a la Santísima Eucaristía, que ha sido un sello distintivo del catolicismo en estas tierras.
El sacrificio eucarístico del Cuerpo y la Sangre de Cristo abraza a su vez el misterio de la pasión de nuestro Señor, que continúa en los miembros de su Cuerpo místico, en la Iglesia en cada época. El gran crucifijo que aquí se yergue sobre nosotros, nos recuerda que Cristo, nuestro sumo y eterno sacerdote, une cada día a los méritos infinitos de su sacrificio nuestros proprios sacrificios, sufrimientos, necesidades, esperanzas y aspiraciones. Por Cristo, con Él y en Él, presentamos nuestros cuerpos como sacrificio santo y agradable a Dios (cf. Rm 12,1). En este sentido, nos asociamos a su ofrenda eterna, completando, como dice San Pablo, en nuestra carne lo que falta a los dolores de Cristo en favor de su cuerpo, que es la Iglesia (cf. Col 1,24). En la vida de la Iglesia, en sus pruebas y tribulaciones, Cristo continúa, según la expresión genial de Pascal, estando en agonía hasta el fin del mundo (Pensées, 553, ed. Brunschvicg).
Vemos este aspecto del misterio de la Sangre Preciosa de Cristo actualizado de forma elocuente por los mártires de todos los tiempos, que bebieron el cáliz que Cristo mismo bebió, y cuya propia sangre, derramada en unión con su sacrificio, da nueva vida a la Iglesia. También se refleja en nuestros hermanos y hermanas de todo el mundo que aun hoy sufren discriminación y persecución por su fe cristiana. También está presente, con frecuencia de forma oculta, en el sufrimiento de cada cristiano que diariamente une sus sacrificios a los del Señor para la santificación de la Iglesia y la redención del mundo. Pienso ahora de manera especial en todos los que se unen espiritualmente a esta celebración eucarística y, en particular, en los enfermos, los ancianos, los discapacitados y los que sufren mental y espiritualmente.
Pienso también en el inmenso sufrimiento causado por el abuso de menores, especialmente por los ministros de la Iglesia. Por encima de todo, quiero manifestar mi profundo pesar a las víctimas inocentes de estos crímenes atroces, junto con mi esperanza de que el poder de la gracia de Cristo, su sacrificio de reconciliación, traerá la curación profunda y la paz a sus vidas. Asimismo, reconozco con vosotros la vergüenza y la humillación que todos hemos sufrido a causa de estos pecados; y os invito a presentarlas al Señor, confiando que este castigo contribuirá a la sanación de las víctimas, a la purificación de la Iglesia y a la renovación de su inveterado compromiso con la educación y la atención de los jóvenes. Agradezco los esfuerzos realizados para afrontar este problema de manera responsable, y os pido a todos que os preocupéis de las víctimas y os compadezcáis de vuestros sacerdotes.
Uno de los mayores desafíos a los que nos enfrentamos hoy es cómo hablar de manera convincente de la sabiduría y del poder liberador de la Palabra de Dios a un mundo que, con demasiada frecuencia, considera el Evangelio como una constricción de la libertad humana, en lugar de la verdad que libera nuestra mente e ilumina nuestros esfuerzos para vivir correcta y sabiamente, como individuos y como miembros de la sociedad.
SOMOS VALIOSOS A LOS OJOS DE DIOS, Saludo a los jóvenes en el atrio de la catedral de Westminster
En estos momentos en que estamos juntos, deseo hablar con vosotros desde mi propio corazón, y os ruego que abráis los vuestros a lo que tengo que decir.
Pido a cada uno, en primer lugar, que mire en el interior de su propio corazón. Que piense en todo el amor que su corazón es capaz de recibir, y en todo el amor que es capaz de ofrecer. Al fin y al cabo, hemos sido creados para amar. Esto es lo que la Biblia quiere decir cuando afirma que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios: Hemos sido creados para conocer al Dios del amor, a Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo, y para encontrar nuestra plena realización en ese amor divino que no conoce principio ni fin.
Hemos sido creados para recibir amor, y así ha sido. Todos los días debemos agradecer a Dios el amor que ya hemos conocido, el amor que nos ha hecho quienes somos, el amor que nos ha mostrado lo que es verdaderamente importante en la vida. Necesitamos dar gracias al Señor por el amor que hemos recibido de nuestras familias, nuestros amigos, nuestros maestros, y todas las personas que en nuestras vidas nos han ayudado a darnos cuenta de lo valiosos que somos a sus ojos y a los ojos de Dios.
Hemos sido creados también para dar amor, para hacer de él la fuente de cuanto realizamos y lo más perdurable de nuestras vidas. A veces esto parece lo más natural, especialmente cuando sentimos la alegría del amor, cuando nuestros corazones rebosan de generosidad, idealismo, deseo de ayudar a los demás y construir un mundo mejor. Pero otras veces constatamos que es difícil amar; nuestro corazón puede endurecerse fácilmente endurecido por el egoísmo, la envidia y el orgullo. La Beata Teresa de Calcuta, la gran misionera de la Caridad, nos recordó que dar amor, amor puro y generoso, es el fruto de una decisión diaria. Cada día hemos de optar por amar, y esto requiere ayuda, la ayuda que viene de Cristo, de la oración y de la sabiduría que se encuentra en su palabra, y de la gracia que Él nos otorga en los sacramentos de su Iglesia.
Éste es el mensaje que hoy quiero compartir con vosotros. Os pido que miréis vuestros corazones cada día para encontrar la fuente del verdadero amor. Jesús está siempre allí, esperando serenamente que permanezcamos junto a Él y escuchemos su voz. En lo profundo de vuestro corazón, os llama a dedicarle tiempo en la oración. Pero este tipo de oración, la verdadera oración, requiere disciplina; requiere buscar momentos de silencio cada día. A menudo significa esperar a que el Señor hable. Incluso en medio del "ajetreo" y las presiones de nuestra vida cotidiana, necesitamos espacios de silencio, porque en el silencio encontramos a Dios, y en el silencio descubrimos nuestro verdadero ser. Y al descubrir nuestro verdadero yo, descubrimos la vocación particular a la cual Dios nos llama para la edificación de su Iglesia y la redención de nuestro mundo.
LOS ANCIANOS, UNA BENDICIÓN PARA LA SOCIEDAD; Discurso en el asilo de ancianos St. Peter de Lambeth
Puesto que los avances médicos y otros factores permiten una mayor longevidad, es importante reconocer la presencia de un número creciente de ancianos como una bendición para la sociedad. Cada generación puede aprender de la experiencia y la sabiduría de la generación que la precedió. En efecto, la prestación de asistencia a los ancianos se debería considerar no tanto un acto de generosidad, cuanto la satisfacción de una deuda de gratitud.
Por su parte, la Iglesia ha tenido siempre un gran respeto por los ancianos. El cuarto mandamiento: «Honra a tu padre y a tu madre, como el Señor tu Dios te ha mandado» (Deut 5,16), está unido a la promesa, «que se prolonguen tus días y seas feliz en la tierra que el Señor tu Dios te da» (Ibid). Esta obra de la Iglesia por los ancianos y enfermos no sólo les brinda amor y cuidado, sino que también Dios la recompensa con las bendiciones que promete a la tierra donde se observa este mandamiento. Dios quiere un verdadero respeto por la dignidad y el valor, la salud y el bienestar de las personas mayores y, a través de sus instituciones caritativas en el Reino Unido y otras partes, la Iglesia desea cumplir el mandato del Señor de respetar la vida, independientemente de su edad o circunstancias.
Como dije al inicio de mi pontificado: «Cada uno de nosotros es querido, cada uno es amado, cada uno es necesario» (Homilía en el solemne inicio del Ministerio Petrino del Obispo de Roma, 24 de abril 2005). La vida es un don único, en todas sus etapas, desde la concepción hasta la muerte natural, y Dios es el único para darla y exigirla. Puede que se disfrute de buena salud en la vejez; aun así, los cristianos no deben tener miedo de compartir el sufrimiento de Cristo, si Dios quiere que luchemos con la enfermedad. Mi predecesor, el Papa Juan Pablo II, sufrió de forma muy notoria en los últimos años de su vida. Todos teníamos claro que lo hizo en unión con los sufrimientos de nuestro Salvador. Su buen humor y paciencia cuando afrontó sus últimos días fueron un ejemplo extraordinario y conmovedor para todos los que debemos cargar con el peso de la avanzada edad.
En este sentido, estoy entre vosotros no sólo como un padre, sino también como un hermano que conoce bien las alegrías y fatigas que llegan con la edad. Nuestros largos años de vida nos ofrecen la oportunidad de apreciar, tanto la belleza del mayor don que Dios nos ha dado, el don de la vida, como la fragilidad del espíritu humano. A quienes tenemos muchos años se nos ha dado la maravillosa oportunidad de profundizar en nuestro conocimiento del misterio de Cristo, que se humilló para compartir nuestra humanidad.
A medida que el curso normal de nuestra vida crece, con frecuencia nuestra capacidad física disminuye; con todo, estos momentos bien pueden contarse entre los años espiritualmente más fructíferos de nuestras vidas. Estos años constituyen una oportunidad de recordar en la oración afectuosa a cuantos hemos querido en esta vida, y de poner lo que hemos sido y hecho ante la misericordia y la ternura de Dios. Ciertamente esto será un gran consuelo espiritual y nos permitirá descubrir nuevamente su amor y bondad en todos los días de nuestra vida.
Con estos sentimientos, queridos hermanos y hermanas, me complace aseguraros mi oración por todos vosotros, y pido vuestras oraciones por mí. Que Nuestra Señora y su esposo San José intercedan por nuestra felicidad en esta vida y nos obtengan la bendición de un tránsito tranquilo a la venidera.
¡Que Dios os bendiga a todos!
VIGILIA EN EL HYDE PARK DE LONDRES; Vigilia de oración para la beatificación del cardenal Newman
Permitidme empezar recordando que Newman, por su propia cuenta, trazó el curso de toda su vida a la luz de una poderosa experiencia de conversión que tuvo siendo joven. Fue una experiencia inmediata de la verdad de la Palabra de Dios, de la realidad objetiva de la revelación cristiana tal y como se recibió en la Iglesia. Esta experiencia, a la vez religiosa e intelectual, inspiraría su vocación a ser ministro del Evangelio, su discernimiento de la fuente de la enseñanza autorizada en la Iglesia de Dios y su celo por la renovación de la vida eclesial en fidelidad a la tradición apostólica. Al final de su vida, Newman describe el trabajo de su vida como una lucha contra la creciente tendencia a percibir la religión como un asunto puramente privado y subjetivo, una cuestión de opinión personal. He aquí la primera lección que podemos aprender de su vida: en nuestros días, cuando un relativismo intelectual y moral amenaza con minar la base misma de nuestra sociedad, Newman nos recuerda que, como hombres y mujeres a imagen y semejanza de Dios, fuimos creados para conocer la verdad, y encontrar en esta verdad nuestra libertad última y el cumplimiento de nuestras aspiraciones humanas más profundas. En una palabra, estamos destinados a conocer a Cristo, que es "el camino, y la verdad, y la vida" (Jn 14,6).
La vida de Newman nos enseña también que la pasión por la verdad, la honestidad intelectual y la auténtica conversión son costosas. No podemos guardar para nosotros mismos la verdad que nos hace libres; hay que dar testimonio de ella, que pide ser escuchada, y al final su poder de convicción proviene de sí misma y no de la elocuencia humana o de los argumentos que la expongan. No lejos de aquí, en Tyburn, un gran número de hermanos y hermanas nuestros murieron por la fe. Su testimonio de fidelidad hasta el final fue más poderoso que las palabras inspiradas que muchos de ellos pronunciaron antes de entregar todo al Señor. En nuestro tiempo, el precio que hay que pagar por la fidelidad al Evangelio ya no es ser ahorcado, descoyuntado y descuartizado, pero a menudo implica ser excluido, ridiculizado o parodiado. Y, sin embargo, la Iglesia no puede sustraerse a la misión de anunciar a Cristo y su Evangelio como verdad salvadora, fuente de nuestra felicidad definitiva como individuos y fundamento de una sociedad justa y humana.
Por último, Newman nos enseña que si hemos aceptado la verdad de Cristo y nos hemos comprometido con él, no puede haber separación entre lo que creemos y lo que vivimos. Cada uno de nuestros pensamientos, palabras y obras deben buscar la gloria de Dios y la extensión de su Reino. Newman comprendió esto, y fue el gran valedor de la misión profética de los laicos cristianos. Vio claramente que lo que hacemos no es tanto aceptar la verdad en un acto puramente intelectual, sino abrazarla en una dinámica espiritual que penetra hasta la esencia de nuestro ser. Verdad que se transmite no sólo por la enseñanza formal, por importante que ésta sea, sino también por el testimonio de una vida íntegra, fiel y santa; y los que viven en y por la verdad instintivamente reconocen lo que es falso y, precisamente como falso, perjudicial para la belleza y la bondad que acompañan el esplendor de la verdad, veritatis splendor.
La primera lectura de esta noche es la magnífica oración en la que San Pablo pide que comprendamos "lo que trasciende toda filosofía: el amor cristiano" (Ef 3,14-21). El apóstol desea que Cristo habite en nuestros corazones por la fe (cf. Ef 3,17) y que podamos comprender con todos los santos "lo ancho, lo largo, lo alto y lo profundo" de ese amor. Por la fe, llegamos a ver la palabra de Dios como lámpara para nuestros pasos y luz en nuestro sendero (cf. Sal 119,105). Newman, igual que innumerables santos que le precedieron en el camino del discipulado cristiano, enseñó que la "bondadosa luz" de la fe nos lleva a comprender la verdad sobre nosotros mismos, nuestra dignidad como hijos de Dios y el destino sublime que nos espera en el cielo. Al permitir que brille la luz de la fe en nuestros corazones, y permaneciendo en esa luz a través de nuestra unión cotidiana con el Señor en la oración y la participación en la vida que brota de los sacramentos de la Iglesia, llegamos a ser luz para los que nos rodean; ejercemos nuestra "misión profética"; con frecuencia, sin saberlo si quiera, atraemos a la gente un poco más cerca del Señor y su verdad. Sin la vida de oración, sin la transformación interior que se lleva a cabo a través de la gracia de los sacramentos, no podemos, en palabras de Newman, "irradiar a Cristo"; nos convertimos en otros "platillos que aturden" (1 Co 13,1) en un mundo lleno de creciente ruido y confusión, lleno de falsos caminos que sólo conducen a angustias y espejismos.
En una de las meditaciones más queridas del Cardenal se dice: "Dios me ha creado para una misión concreta. Me ha confiado una tarea que no ha encomendado a otro" (Meditaciones sobre la doctrina cristiana). Aquí vemos el agudo realismo cristiano de Newman, el punto en que fe y vida inevitablemente se cruzan. La fe busca dar frutos en la transformación de nuestro mundo a través del poder del Espíritu Santo, que actúa en la vida y obra de los creyentes. Nadie que contemple con realismo nuestro mundo de hoy podría pensar que los cristianos pueden permitirse el lujo de continuar como si no pasara nada, haciendo caso omiso de la profunda crisis de fe que impregna nuestra sociedad, o confiando sencillamente en que el patrimonio de valores transmitido durante siglos de cristianismo seguirá inspirando y configurando el futuro de nuestra sociedad. Sabemos que en tiempos de crisis y turbación Dios ha suscitado grandes santos y profetas para la renovación de la Iglesia y la sociedad cristiana; confiamos en su providencia y pedimos que nos guíe constantemente. Pero cada uno de nosotros, de acuerdo con su estado de vida, está llamado a trabajar por el progreso del Reino de Dios, infundiendo en la vida temporal los valores del Evangelio. Cada uno de nosotros tiene una misión, cada uno de nosotros está llamado a cambiar el mundo, a trabajar por una cultura de la vida, una cultura forjada por el amor y el respeto a la dignidad de cada persona humana. Como el Señor nos dice en el Evangelio que acabamos de escuchar, nuestra luz debe alumbrar a todos, para que, viendo nuestras buenas obras, den gloria a nuestro Padre, que está en el cielo (cf. Mt 5,16).
Deseo ahora dirigir una palabra especial a los numerosos jóvenes presentes. Queridos jóvenes amigos: sólo Jesús conoce la "misión concreta" que piensa para vosotros. Dejad que su voz resuene en lo más profundo de vuestro corazón: incluso ahora mismo, su corazón está hablando a vuestro corazón. Cristo necesita familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la belleza de la vida familiar. Necesita hombres y mujeres que dediquen su vida a la noble labor de educar, atendiendo a los jóvenes y formándolos en el camino del Evangelio. Necesita a quienes consagrarán su vida a la búsqueda de la caridad perfecta, siguiéndole en castidad, pobreza y obediencia y sirviéndole en sus hermanos y hermanas más pequeños. Necesita el gran amor de la vida religiosa contemplativa, que sostiene el testimonio y la actividad de la Iglesia con su oración constante. Y necesita sacerdotes, buenos y santos sacerdotes, hombres dispuestos a dar su vida por sus ovejas. Preguntadle al Señor lo que desea de vosotros. Pedidle la generosidad de decir sí. No tengáis miedo a entregaros completamente a Jesús. Él os dará la gracia que necesitáis para acoger su llamada. Permitidme terminar estas pocas palabras invitándoos vivamente a acompañarme el próximo año en Madrid en la Jornada Mundial de la Juventud. Siempre es una magnífica ocasión para crecer en el amor a Cristo y animaros a una gozosa vida de fe junto a miles de jóvenes. Espero ver a muchos de vosotros allí.
Y ahora, queridos amigos, sigamos con nuestra vigilia de oración para preparar nuestro encuentro con Cristo, presente entre nosotros en el Santísimo Sacramento del Altar. Juntos, en el silencio de nuestra adoración en común, abramos nuestras mentes y corazones a su presencia, a su amor y al poder convincente de su verdad. Démosle gracias especialmente por el testimonio perenne de la verdad, ofrecido por el Cardenal John Henry Newman. Confiando en sus oraciones, pidamos al Señor que ilumine nuestro camino y el camino de toda la sociedad británica, con la luz amable de su verdad, su amor y su paz. Amén.
HOMILÍA EN LA BEATIFICACIÓN DE J. H. NEWMAN, "El corazón habla al corazón"
El lema del Cardenal Newman, cor ad cor loquitur, "el corazón habla al corazón", nos da la perspectiva de su comprensión de la vida cristiana como una llamada a la santidad, experimentada como el deseo profundo del corazón humano de entrar en comunión íntima con el Corazón de Dios. Nos recuerda que la fidelidad a la oración nos va transformando gradualmente a semejanza de Dios. Como escribió en uno de sus muchos hermosos sermones, «el hábito de oración, la práctica de buscar a Dios y el mundo invisible en cada momento, en cada lugar, en cada emergencia -os digo que la oración tiene lo que se puede llamar un efecto natural en el alma, espiritualizándola y elevándola. Un hombre ya no es lo que era antes; gradualmente... se ve imbuido de una serie de ideas nuevas, y se ve impregnado de principios diferentes» (Sermones Parroquiales y Comunes, IV, 230-231). El Evangelio de hoy afirma que nadie puede servir a dos señores (cf. Lc 16,13), y el Beato John Henry, en sus enseñanzas sobre la oración, aclara cómo el fiel cristiano toma partido por servir a su único y verdadero Maestro, que pide sólo para sí nuestra devoción incondicional (cf. Mt 23,10). Newman nos ayuda a entender en qué consiste esto para nuestra vida cotidiana: nos dice que nuestro divino Maestro nos ha asignado una tarea específica a cada uno de nosotros, un "servicio concreto", confiado de manera única a cada persona concreta: «Tengo mi misión», escribe, «soy un eslabón en una cadena, un vínculo de unión entre personas. No me ha creado para la nada. Haré el bien, haré su trabajo; seré un ángel de paz, un predicador de la verdad en el lugar que me es propio... si lo hago, me mantendré en sus mandamientos y le serviré a Él en mis quehaceres» (Meditación y Devoción, 301-2).
Más aún, qué mejor meta pueden fijarse los profesores de religión que la famosa llamada del Beato John Henry por unos laicos inteligentes y bien formados: «Quiero un laicado que no sea arrogante ni imprudente a la hora de hablar, ni alborotador, sino hombres que conozcan bien su religión, que profundicen en ella, que sepan bien dónde están, que sepan qué tienen y qué no tienen, que conozcan su credo a tal punto que puedan dar cuentas de él, que conozcan tan bien la historia que puedan defenderla» (La Posición Actual de los Católicos en Inglaterra, IX, 390). Hoy, cuando el autor de estas palabras ha sido elevado a los altares, pido para que, a través de su intercesión y ejemplo, todos los que trabajan en el campo de la enseñanza y de la catequesis se inspiren con mayor ardor en la visión tan clara que el nos dejó.
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