Fiesta de todos los santos, 1 de noviembre

Si no creyéramos en una vida después de la muerte, no valdría la pena celebrar la fiesta de los santos.


Los santos no son superhombres, ni han nacido perfectos.
La clave: el amor de Dios.
Jesucristo nos enseña a volvernos santos.

Fiesta de los fieles difuntos
Jesús una esperanza que no defrauda
Llamados a estar con Dios en el Cielo
María Reina de todos los Santos, oración
Oración por los fieles difuntos
Llamados a orar por las bendita almas
No invocar los muertos



Benedicto XVI, 2 nov 2011.
La Solemnidad de Todos los Santos es una ocasión propicia para elevar la mirada desde las realidades terrenas, marcadas por el tiempo, a la dimensión de Dios, la dimensión de la eternidad y de la santidad.


La Liturgia nos recuerda hoy que la santidad es la vocación original de todo bautizado (cfr Lumen gentium, 40). Cristo, de hecho, que con el Padre y el Espíritu Santo es el único Santo (cfr Ap 15,4), ha amado a la Iglesia como a su esposa y se ha dado a sí mismo por ella, con el fin de santificarla (cfr Ef 5,25-26).

 Por esta razón, todos los miembros del Pueblo de Dios están llamados a convertirse en santos, según la afirmación del apóstol Pablo: “Esta es, de hecho, la voluntad de Dios, vuestra santificación” (1 Ts 4,3). Estamos invitados a considerar a la Iglesia no sólo en su aspecto temporal y humano, marcado por la fragilidad, sino como Cristo la ha querido, es decir “la comunión de los santos”(Catecismo de la Iglesia Católica, 946).

 En el Credo profesamos que la Iglesia es “santa”, santa porque es el Cuerpo de Cristo, es instrumento de participación en los Santos Misterios --en primer lugar la Eucaristía- y familia de los Santos, a cuya protección se nos confía en el día del Bautismo.

Hoy veneramos a esta innumerable comunidad de Todos los Santos, los que, a través de sus distintos itinerarios de vida, nos señalan distintos caminos de santidad, reunidos bajo un común denominador: seguir a Cristo y conformar en Él hasta el último de nuestro asuntos humanos. Todos los estados de vida, de hecho, se pueden convertir, con la acción de la gracia y con el compromiso y la perseverancia de cada uno, en vías de santificación.

Benedicto XVI, 2 nov 2005
Celebramos hoy la solemnidad de Todos los Santos, que nos permite experimentar la alegría de formar parte de la gran familia de los amigos de Dios, o, como escribe san Pablo, «participar en la herencia de los santos en la luz» (Colosenses 1, 12). 

La liturgia vuelve a presentar la expresión llena de sorpresa del apóstol Juan: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! (1 Juan 3, 1). Sí, ser santos significa realizar plenamente lo que ya somos en cuanto elevados, en Cristo Jesús, a la dignidad de los hijos adoptivos de Dios (Cf. Efesios 1,5; Romanos 8, 14-17). 

Con la encarnación del Hijo, su muerte y su resurrección, Dios ha querido reconciliar consigo a toda la humanidad y permitirle compartir su misma vida. Quien cree en Cristo Hijo de Dios renace «de lo alto», vuelve a ser como engendrado por obra del Espíritu Santo (Cf. Juan 3, 1-8). Este misterio se actúa en el sacramento del Bautismo, mediante el cual la madre Iglesia da a luz a los «santos».

La nueva vida, recibida en el Bautismo, no está sometida a la corrupción ni al poder de la muerte. Para quien vive en Cristo, la muerte es el paso de la peregrinación terrena a la patria del Cielo, donde el Padre acoge a todos sus hijos, «de toda nación, razas, pueblos y lenguas», como leemos hoy en el libro del Apocalipsis (7,9)

 Por este motivo, es muy significativo y apropiado que, después de la fiesta de Todos los Santos, la liturgia nos haga celebrar mañana la conmemoración de Todos los Fieles Difuntos. La «comunión de los santos», que profesamos en el Credo, es una realidad que se constituye aquí, pero que se manifestará plenamente cuando veamos a Dios «tal cual es» (1 Juan 3, 2). Es la realidad de una familia unida por profundos lazos de solidaridad espiritual, que une a los fieles difuntos con quienes peregrinan en el mundo. Un lazo miserioso, pero real, alimentado por la oración y la participación en el sacramento de la Eucaristía.

 En el Cuerpo místico de Cristo, las almas de los fieles se encuentran superando la barrera de la muerte, rezan las unas por las otras, realizan en la caridad un íntimo intercambio de dones. Con esta dimensión de fe se comprende también la práctica de ofrecer por los difuntos oraciones de sufragio, de manera especial el sacrificio eucarístico, memorial de la Pascua de Cristo, que ha abierto a los creyentes la entrada en la vida eterna.


PAPA FRANCISCO, ANGELUS, 1 nov 2013

Los santos, los amigos de Dios, nos aseguran que esta promesa no desilusiona. En su existencia terrena de hecho han vivido en comunión profunda con Dios. En el rostro de los hermanos más pequeños y despreciados han visto el rostro de Dios y ahora lo contemplan cara a cara en su belleza gloriosa.

Los santos no son superhombres, ni han nacido perfectos. Son como nosotros, como cada uno de nosotros, son personas que antes de alcanzar la gloria del cielo han vivido una vida normal, con alegrías y dolores, fatigas y esperanzas.

Pero ¿qué les ha cambiado su vida? El amor de Dios, lo han seguido con todo el corazón, sin condiciones ni hipocresías. Han empleado su vida al servicio de los otros, han soportado el sufrimiento y adversidades sin odiar y respondiendo al mal con bien, difundiendo alegría y paz. Esta es la vía de los santos: personas que por amor de Dios en su vida no le han puesto condiciones a él; no han sido hipócritas, hay empleado su vida para servir al prójimo, han sufrido tantas adversidades pero sin odiar.

Los santos no han odiado nunca. ¿Han entendido bien esto?: el amor es de Dios, ¿pero el odio de donde viene? ¡El odio no viene de Dios, sino del diablo! Y los santos se han alejado del diablo. Los santo son hombres y mujeres que tienen la alegría en el corazón y la transmiten a los otros. Nunca odiar, sino servir a los otros, a los más necesitados, rezar y vivir en la alegría. ¡Este es el camino de la santidad!

Ser santos no es un privilegio de pocos, como quien tuvo una gran herencia. Todos nosotros en el bautismo hemos recibido la herencia que nos permite ser santos. La santidad es una vocación para todos. Todos por lo tanto estamos llamados a caminar en el camino de la santidad y este camino tiene un nombre y un rostro: el rostro de Jesucristo.
Él nos enseña a volvernos santos. Él en el evangelio nos muestra el camino: el de las beatitudes. El reino de los cielos, de hecho es para quienes no pone su seguridad en las cosas sino en el amor de Dios; para quienes tiene un corazón simple, humilde, no presumen de ser justos y no juzgan a los otros. Quienes saben sufrir con quien sufre y alegrarse con quien se alegra, no son violentos pero misericordiosos y tratan de ser operarios de reconciliación y de paz. El santo, la santa es artífice de reconciliación y de paz; ayuda siempre a la gente a reconciliarse y ayuda siempre para que haya paz. ¡Es así de linda la santidad; es un hermoso camino!

Hoy, en esta fiesta, los santos nos dan un mensaje. Nos dicen: ¡tengan confianza en el Señor, porque el Señor no desilusiona! No desilusiona nunca, es un buen amigo a nuestro lado. Con su testimonio los santos nos alientan a no tener miedo de ir contracorriente o de ser incomprendidos o ser ridicularizados cuando hablamos de él y del evangelio.

Nos demuestran con su vida que quien es fiel a Dios y a su palabra experimenta ya en esta tierra la calidez de su amor y después el 'ciento' en la eternidad. Esto es lo que esperamos y le pedimos al Señor para nuestros hermanos y hermanas difuntos. Con sabiduría la Iglesia puso en secuencia la fiesta de Todos los Santos y la conmemoración de todos los fieles difuntos. A nuestra oración de alabanza a Dios y de veneración de los espíritus beatos se une la oración de sufragio por cuantos nos precedieron en el paso de este mundo a la vida eterna.