No me queda ni tristeza ni rencor en el corazón

publicado en  www.Catholic.net


La historia de una mujer que fue violada por su padrastro y después por un novio que la embarazó

Más fuerte que el odio
Más fuerte que el odio
Se trata de la historia de una mujer que fue violada por su padrastro y luego por su novio, quien la dejó embarazada. El chico se desentendió y su familia también. De hecho la echaron a la calle. Cuando tuvo a su hija entre brazos se dio cuenta que la vida tenía sentido y se fue de voluntariado a África. Hoy es una feliz abuelita. La historia completa es la siguiente:

A mis diez años, sufrí abusos sexuales por parte de mi padrastro. A partir de este momento, no consentía que ninguna persona del sexo opuesto me tocara, e incluso se me erizaban todos los pelos del cuerpo cuando tenía a hombres cerca. Yo pensaba que, cuando el amor llamara a mi puerta, se me pasaría esta fobia, pero no fue así.

A los veintidós años me enamoré de un chico y nos hicimos novios, pero yo no me dejaba besar ni tocar. Entonces un día, harto de mi resistencia, me tomó por la fuerza y me violó mientras me decía: «Lo que no me quieres dar por las buenas, lo tomo yo por las malas». ¡Me sentí tan sucia, tan traicionada, tan desesperada...! Parecía como si yo no tuviese valor a los ojos de nadie, como si fuera un objeto de uso y disfrute, sin alma. Y lo peor de todo es que me culpabilizaba de todo lo ocurrido por haber hecho resistencia.

Poco después descubrí que estaba embarazada. Fue un golpe tremendo para mí, pues aún seguía muy traumatizada por lo que me pasó. Le di la noticia al padre de la criatura y la única respuesta que obtuve fue: «Pues aborta».

Yo no estaba dispuesta a matar a una criatura inocente por muy mala que hubiera sido mi experiencia y decidí que lucharía por ella costase lo que costase. Su padre se desentendió del problema y se marchó a Francia para acabar sus estudios. Yo dejé los míos, mis amistades y la ciudad donde vivía y volví a Madrid.

Aquí me encontré con el rechazo de mi familia al completo. No querían enfrentarse al qué dirán de la sociedad. No les importó que hubiese sido víctima de una violación. No intentaron sanar mis heridas (las del alma). Sólo se preocuparon de alejarme de su vida para que no empañara su buen nombre.

Fui llamando de puerta en puerta a las casas de mis amigas de infancia, pero los prejuicios de sus padres me las cerraron. Busqué trabajo, pero en cuanto se percataban de mi estado, me despedían. También me echaron de la pensión para chicas donde fui a vivir por la misma razón que los demás. Así me encontré durmiendo en un banco de la calle, y sin tener ni siquiera un pedazo de pan que llevarme a la boca. Pero no desesperé. Yo confiaba en el Amor de mi Padre Dios y me repetía una y otra vez: «El Señor es mi pastor, nada me faltará, aunque ande por valles de sombra de muerte no temeré ningún mal, porque Tú estás conmigo. Tu vara y tu cayado me sostienen».

¡Se hizo la luz!

¡Y por fin se hizo la luz! La hermana casada de una amiga me acogió en su casa (ella no tenía prejuicios). Una chica que vivía en la pensión donde estuve un tiempo viviendo me llevó a trabajar con ella; y así, poco a poco, me fui recuperando.

A medida que se iba acercando el momento del alumbramiento, me acechaban más y más temores. Pensaba: ¿Nacerá sana? ¿En qué medida le habrá afectado tanta necesidad? ¿Cómo será mi vida con un bebé en los brazos habiendo sufrido tanto rechazo cuando aún lo llevaba dentro? ¿Podré sacarlo adelante?

Cuando nació mi niña, tan sana y bonita, se me olvidaron todas las penas y calamidades por las que pasé, aunque era consciente de que aún me quedaban muchas cosas por pasar. Viendo cómo me trató la sociedad civilizada, no me resigné a vivir una vida egoísta y monótona. Mientras trabajaba y cuidaba de mi bebé, retomé los estudios, entré en una ONG y, cuando mi niña cumplió los tres añitos, me fui con ella de voluntaria a África.

Yo me realicé como persona, y ella creció sana, alegre y generosa. Cuando volvimos a Europa, estudió enfermería y ahora se dedica a sanar y reconfortar enfermos. Se casó felizmente, y me ha dado una nietecita preciosa que ya tiene ocho años.

Cuando echo la vista atrás y recuerdo mi pasado, no me queda ni tristeza ni rencor en el corazón. Cuando te entregas a los demás y sanas sus heridas, las tuyas también se sanan. Pero, sobre todo, pude superar todo lo que me pasó, porque sentí que el Señor fue realmente mi (nuestro) Pastor. Me agarré a Él y no le solté.

Si después de haber leído mi testimonio alguien se queda aún con la duda, yo le digo con el corazón en la mano: Sí, ¡valió la pena!

Como entendía san Pablo la JUSTIFICACION Gal 2, 15-16

BENEDICTO XVI, audiencia general CIUDAD DEL VATICANO, miércoles 19 de noviembre de 2008

Queridos hermanos y hermanas:

Un tema que está en el centro de las controversias del siglo de la Reforma: la cuestión de la justificación. ¿Cómo llega a ser un hombre justo a los ojos de Dios? Cuando Pablo encontró al resucitado en el camino de Damasco era un hombre realizado: irreprensible en cuanto a la justicia derivada de la Ley (cfr Fil 3,6), superaba a muchos de sus coetáneos en la observancia de las prescripciones mosaicas y era celoso en conservar las tradiciones de sus padres (cfr Gal 1,14). La iluminación de Damasco le cambió radicalmente la existencia: comenzó a considerar todos sus méritos, logros de una carrera religiosa integrísima, como “basura” frente a la sublimidad del conocimiento de Jesucristo (cfr Fil 3,8). La Carta a los Filipenses nos ofrece un testimonio conmovedor del paso de Pablo de una justicia fundada en la Ley y conseguida con la observancia de las obras prescritas, a una justicia basada en la fe en Cristo: había comprendido que cuanto hasta ahora le había parecido una ganancia, en realidad frente a Dios era una pérdida, y había decidido por ello apostar toda su existencia en Jesucristo (cfr Fil 3,7). El tesoro escondido en el campo y la perla preciosa en cuya posesión invierte todo lo demás ya no eran las obras de la Ley, sino Jesucristo, su Señor.

La relación entre Pablo y el Resucitado llegó a ser tan profunda que le impulsó a afirmar que Cristo no era solamente su vida, sino su vivir, hasta el punto de que para poder alcanzarlo incluso la muerte era una ganancia (cfr Fil 1,21). No es que despreciase la vida, sino que había comprendido que para él el vivir ya no tenía otro objetivo, y por tanto ya no tenía otro deseo que alcanzar a Cristo, como en una competición atlética, para estar siempre con Él: el Resucitado se había convertido en el principio y el fin de su existencia, el motivo y la meta de su carrera. Sólo la preocupación por el crecimiento en la fe de aquellos a los que había evangelizado y la solicitud por todas las Iglesias que había fundado (cfr 2 Cor 11,28) le inducían a desacelerar la carrera hacia su único Señor, para esperar a los discípulos, para que pudieran correr a la meta con él. Si en la anterior observancia de la Ley no tenía nada que reprocharse desde el punto de vista de la integridad moral, una vez alcanzado por Cristo prefería no juzgarse a sí mismo (cfr 1 Cor 4,3-4), sino que se limitaba a correr para conquistar a Aquél por el que había sido conquistado (cfr Fil 3,12).

A causa de esta experiencia personal de la relación con Jesús, Pablo coloca en el centro de su Evangelio una irreducible oposición entre dos recorridos alternativos hacia la justicia: uno construido sobre las obras de la Ley, el otro fundado sobre la gracia de la fe en Cristo. La alternativa entre la justicia por las obras de la Ley y la justicia por la fe en Cristo se convierte así en uno de los temas dominantes que atraviesan sus cartas: “Nosotros somos judíos de nacimiento y no gentiles pecadores; a pesar de todo, conscientes de que el hombre no se justifica por las obras de la Ley sino por la fe en Jesucristo, también nosotros hemos creído en Cristo Jesús a fin de conseguir la justificación por la fe en Cristo, y no por las obras de la Ley, pues por las obras de la ley nadie será justificado” (Gal 2,15-16). Y a los cristianos de Roma les reafirma que “todos pecaron y están privados de la gloria de Dios, y son justificados por el don de su gracia, en virtud de la redención realizada en Cristo Jesús” (Rm 3,23-24). Y añade: “Pensamos que el hombre es justificado por la fe, independientemente de las obras de la Ley” (Ibid 28). Lutero tradujo este pasaje como “justificado sólo por la fe”. Volveré sobre esto al final de la catequesis. Antes debemos aclarar qué es esta “Ley” de la que hemos sido liberados y qué son esas “obras de la Ley” que no justifican. La opinión --que se repetirá en la historia--, según la cual se trataba de la ley moral, y que la libertad cristiana consistía, por tanto, en la liberación de la ética, existía ya en la comunidad de Corinto. Así, en Corinto circulaba la palabra “panta mou estin” (todo me es lícito). Es obvio que esta interpretación es errónea: la libertad cristiana no es libertinaje, la liberación de la que habla san Pablo no es liberarse de hacer el bien.

¿Pero qué significa por tanto la Ley de la que hemos sido liberados y que no salva? Para san Pablo, como para todos sus contemporáneos, la palabra Ley significaba la Torá en su totalidad, es decir, los cinco libros de Moisés. La Torá implicaba, en la interpretación farisaica, la que había estudiado y hecho suya Pablo, un conjunto de comportamientos que iban desde el núcleo ético hasta las observancias rituales y cultuales que determinaban sustancialmente la identidad del hombre justo. Particularmente la circuncisión, la observancia acerca del alimento puro y generalmente la pureza ritual, las reglas sobre la observancia del sábado, etc. Comportamientos que aparecen a menudo en los debates entre Jesús y sus contemporáneos. Todas estas observancias que expresan una identidad social, cultural y religiosa, habían llegado a ser singularmente importantes en el tiempo de la cultura helenística, empezando desde el siglo III a.C. Esta cultura, que se había convertido en la cultura universal de entonces, era una cultura aparentemente racional, una cultura politeísta aparentemente tolerante, que ejercía una fuerte presión de uniformidad cultural y amenazaba así la identidad de Israel, que estaba políticamente obligado a entrar en esta identidad común de la cultura helenística con la consiguiente pérdida de su propia identidad, perdiendo así también la preciosa heredad de la fe de sus Padres, la fe en el único Dios y en las promesas de Dios.

Contra esta presión cultural, que amenazaba no sólo a la identidad israelita, sino también a la fe en el único Dios y en sus promesas, era necesario crear un muro de distinción, un escudo de defensa que protegiera la preciosa heredad de la fe; este muro consistía precisamente en las observancias y prescripciones judías. Pablo, que había aprendido estas observancias precisamente en su función defensiva del don de Dios, de la heredad de la fe en un único Dios, veía amenazada esta identidad por la libertad de los cristianos: por esto les perseguía. En el momento de su encuentro con el Resucitado entendió que con la resurrección de Cristo la situación había cambiado radicalmente. Con Cristo, el Dios de Israel, el único Dios verdadero, se convertía en el Dios de todos los pueblos. El muro --así lo dice Carta a los Efesios-- entre Israel y los paganos ya no era necesario: es Cristo quien nos protege contra el politeísmo y todas sus desviaciones; es Cristo quien nos une con y en el único Dios; es Cristo quien garantiza nuestra verdadera identidad en la diversidad de las culturas, y es él el que nos hace justos. Ser justo quiere decir sencillamente estar con Cristo y en Cristo. Y esto basta. Ya no son necesarias otras observancias. Por eso la expresión "sola fide" de Lutero es cierta si no se opone la fe a la caridad, al amor. La fe es mirar a Cristo, encomendarse a Cristo, unirse a Cristo, conformarse a Cristo, a su vida. Y la forma, la vida de Cristo es el amor; por tanto creer es conformarse con Cristo y entrar en su amor. Por eso san Pablo en la Carta a los Gálatas, en la que sobre todo ha desarrollado su doctrina sobre la justificación, habla de la fe que obra por medio de la caridad (cfr Gal 5,14).

Pablo sabe que en el doble amor a Dios y al prójimo está presente y cumplida toda la Ley. Así en la comunión con Cristo, en la fe que crea la caridad, toda la Ley se realiza. Somos justos cuando entramos en comunión con Cristo, que es amor. Veremos lo mismo en el Evangelio del próximo domingo, solemnidad de Cristo Rey. Es el Evangelio del juez cuyo único criterio es el amor. Lo que pide es sólo esto: ¿Tú me has visitado cuando estaba enfermo? ¿Cuando estaba en la cárcel? ¿Me has dado de comer cuando tenía hambre, o me has vestido cuando estaba desnudo? Y así la justicia se decide en la caridad. Así, al término de este Evangelio, podemos decir: sólo amor, sólo caridad. Pero no hay contradicción entre este Evangelio y san Pablo. Es la misma visión, según la cual, la comunión con Cristo, la fe en Cristo crea la caridad. Y la caridad es la realización de la comunión con Cristo. Así, si estamos unidos a Él somos justos, y no hay otra forma.

Al final, podemos sólo rezar al Señor para que nos ayude a creer. Creer realmente; creer se convierte así en vida, unidad con Cristo, transformación de nuestra vida. Y así, transformados por su amor, por el amor a Dios y al prójimo, podemos ser realmente justos a los ojos de Dios.