A continuación apartes de la homilía:
29 de noviembre de 2010
El Señor da la alegría de abrir un nuevo Año Litúrgico comenzando por el Adviento.En este Adviento se nos concederá, una vez más, hacer experiencia de la cercanía de Aquel que creó el mundo, que orienta la historia y que se ha cuidado de nosotros llegando hasta el culmen de su condescendencia con el hacerse hombre.
Durante el tiempo de Adviento sentiremos a la Iglesia que nos toma de la mano y, a imagen de María Santísima, expresa su maternidad haciéndonos experimentar la espera gozosa de la venida del Señor, que nos abraza a todos en su amor y nos consuela. La liturgia de la Iglesia orienta nuestra mirada a la meta definitiva: el encuentro con el Señor que vendrá en el esplendor de la gloria.
El inicio del Año Litúrgico nos hace vivir nuevamente la espera de Dios que se hace carne en el seno de la Virgen María, de Dios que se hace pequeño, se convierte en niño; nos habla de la venida de un Dios cercano, que ha querido recorrer la vida del hombre, desde el comienzo, y esto para salvarla totalmente, en plenitud. Y así el misterio de la Encarnación del Señor y el inicio de la vida humana están íntima y armónicamente conectados entre sí en el único designio salvífico de Dios, Señor de la vida de todos y cada uno. La encarnación nos revela con intensa luz y de modo sorprendente que toda vida humana tiene una dignidad altísima, incomparable.
El hombre presenta una originalidad inconfundible respecto a todos los demás seres vivientes que pueblan la tierra. Se presenta como sujeto único y singular, dotado de inteligencia y voluntad libre, además de estar compuesto de realidad material. Vive simultanea e inescindiblemente en la dimensión espiritual y en la dimensión corpórea. Lo sugiere también el texto de la Primera Carta a los Tesalonicenses que ha sido proclamado: “Que el Dios de la paz – escribe san Pablo – os santifique plenamente, para que os conservéis irreprochables en todo vuestro ser –espíritu, alma y cuerpo– hasta la Venida de nuestro Señor Jesucristo" (5,23). Somos por tanto espíritu, alma y cuerpo. Somos parte de este mundo, ligados a las posibilidades y a los límites de la condición material; al mismo tiempo estamos abiertos a un horizonte infinito, capaces de dialogar con Dios y de acogerlo en nosotros. Actuamos en las realidades terrenas y a través de ellas podemos percibir la presencia de Dios y tender a Él, verdad, bondad y belleza absoluta. Saboreamos fragmentos de vida y de felicidad y anhelamos la plenitud total.
Dios nos ama de modo profundo, total, sin distinciones; nos llama a la amistad con Él; nos hace partícipes de una realidad por encima de toda imaginación y de todo pensamiento y palabra: su misma vida divina
Creer en Jesucristo comporta también tener una mirada nueva sobre el hombre, una mirada de confianza, de esperanza. Por lo demás la misma experiencia y la recta razón atestiguan que el ser humano es un sujeto capaz de entender y de querer, autoconsciente y libre, irrepetible e insustituible, cumbre de todas las realidades terrenas, que exige ser reconocido como valor en sí mismo y que merece ser acogido siempre con respeto y amor. Él tiene derecho a no ser tratado como un objeto que poseer o como una cosa que se pueda manipular a voluntad, de no ser reducido a puro instrumento a ventaja de otros y de sus intereses. La persona es un bien en sí misma y es necesario buscar siempre su desarrollo integral.
En esta línea se coloca la solicitud de la Iglesia por la vida naciente, la más frágil, la más amenazada por el egoísmo de los adultos y por el oscurecimiento de las conciencias. La Iglesia continuamente reafirma cuanto declaró el Concilio Vaticano II contra el aborto y toda violación de la vida naciente: “La vida, una vez concebida, debe ser protegida con el máximo cuidado".
Hay tendencias culturales que intentan anestesiar las conciencias con motivos pretextuosos. Respecto al embrión en el seno materno, la ciencia misma pone en evidencia su autonomía capaz de interacción con la madre, la coordinación de sus procesos biológicos, la continuidad del desarrollo, la creciente complejidad del organismo. No se trata de un cúmulo de material biológico, sino de un nuevo ser vivo, dinámico y maravillosamente ordenado, un nuevo individuo de la especie humana.
Por desgracia, también después del nacimiento, la vida de los niños sigue estando expuesta al abandono, al hambre, a la miseria, a la enfermedad, a los abusos, a la violencia, a la explotación. Las múltiples violaciones de sus derechos que se cometen en el mundo hieren dolorosamente la conciencia de todo hombre de buena voluntad. Ante el triste panorama de las injusticias cometidas contra la vida del hombre, antes y después del nacimiento, hago mío el apasionado llamamiento del Papa Juan Pablo II a la responsabilidad de todos y de cada uno: “¡Respeta, defiende, ama y sirve a la vida, a toda vida humana ¡Sólo siguiendo este camino encontrarás justicia, desarrollo, libertad verdadera, paz y felicidad!” (Enc. Evangelium vitae, 5).
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